Camilo Torres: Los caminos del amor revolucionario



Por Tomás Astelarra

Camilo Torres saltó a la fama mundial con el mote de “el cura guerrillero”. Sin embargo, su opción por las armas no fue una decisión antojadiza, sino la culminación de una vida en búsqueda de la justicia so­cial. A 85 años de su nacimiento, la investigación publicada en la revista Sudestada N° 99.





El combatiente es anónimo, sabe que se ha unido a esta causa porque es la única forma de resolver los pro­blemas estructurales que marcan la injusticia de su pueblo.

Lo ha intentado todo, lo ha meditado arduamente, en el fondo jamás pensó que ese día llegase de verdad: las armas, la selva, el duro entrenamiento militar, la violencia, la soledad, la realidad de ese otro al que no se puede acceder por la vía del diálogo.
Lleva un mes y medio aprendiendo a convivir con esa situación, sabe que para combatir necesita un fusil. Lleva tres días emboscado esperando. Le han dicho que la única forma de conseguir el fusil es robárselo al enemigo.
La impaciencia le pica más que los mosquitos.
Suenan los disparos, retumba la selva, se aceleran las imágenes, apunta su revólver y dispara siete veces. Silencio. A pocos pasos delante de él, en medio del barro, al lado del enemigo muerto, yace su fusil.
Camilo Torres Restrepo nació en cuna de oro, en la capital del país del oro, en Bogotá, un 3 de febrero de 1929. Descendiente por cuatro ramas de familias tradicionales de Colombia, sus primeros años de vida transcurren entre las lujosas recepciones del Hotel Ritz (regenteado por su madre, Isabel Restrepo Gaviria) y los salones europeos (siguiendo la carrera diplo­mática de su padre, Calixto Torres Umaña). Forma parte de la joven oligarquía bogotana que, a caballo del boom económico de los Estados Unidos, las compensaciones a Colombia por la anexión de Panamá y el desembarco de las nacientes empresas multinacio­nales en los negocios del oro, el petróleo y las plantaciones de bananos, vive una época que los historiadores bautizarán como la “Danza de los Millones”.
Claro, bien lo sabemos, el baile de salón no es para todos. La explotación laboral y la desigualdad social provocan una huelga general que el Ejército colombiano, por orden de la United Fruit Company, reprime dis­parando sobre las familias de miles de trabajadores en la llamada Masacre de las Bananeras en 1928.
A punto de encaminarse a presi­dente, tras la insistente denuncia en el Congreso de esta y otras atroces injusticias, un par de décadas más adelante, en 1948, el abogado y líder político liberal Jorge Leicer Gaitán es brutalmente asesinado.
Los colombianos salen a las calles en un feroz estallido popular conocido como “el Bogotazo” y se inaugura, así,  una época que los historiadores bautizarán como “La Violencia”.
Recluido en el Seminario Conciliar de Bogotá, pocas serán las informa­ciones que de estos hechos llegarán a oídos de un adolescente Camilo. La decisión de dejar la carrera de Derecho y meterse a cura ha desatado un escándalo entre padres y amigos. Sin embargo, el joven dice haber encon­trado su vocación. Sus días transcurren entre sotanas, pasillos desolados, púlpitos con hombres de rodillas y rígidos estudios en teología, filosofía, economía y otras ciencias sociales.
“Era la tarde del 9 de abril, como rugidos del infierno repercutieron en los oídos de los creyentes las más horrendas blasfemias contra Dios, vomitadas por bocas impías en todo el suelo de la patria”, dice la pastoral del obispo Miguel Ángel Builes en alusión al Bogotazo. El vocero de la Iglesia en temas políticos ya ha definido al Partido Liberal como “un verdadero sanedrín judío contra Cristo” y pre­venido a los creyentes sobre “el espíritu verdaderamente diabólico del liberal-comunismo y sus secuaces”.
La institución católica será una de las más fervientes herramientas del régimen que bajo la presidencia de Laureano Gómez dejará durante la década del 50 un millonario tendal de muertos y desplazados en Colombia. La esmeralda más grande del mundo será el regalo con el que el líder conservador convencerá al papa Pío XII de nombrar al frente del arzobis­pado de Bogotá a un hombre de su confianza.
Camilo Torres estudia y reflexiona; y una tarde después del almuerzo, curioso por aquellos entrometidos ranchos que solitarios y endebles hacen equilibrio al filo de la montaña que encierra el seminario, decide arreman­garse la sotana y trepar la cuesta rumbo a una realidad desconocida. En aquellas miserables chozas de pica­pedreros y desplazados por La Violen­cia, el joven seminarista finalmente entrará en contacto con aquello que los libros llaman “la pobreza”.
“–Por lo que usted acaba de afirmar, puedo deducir que los dos estamos de acuerdo en que la revolución es necesaria. Diferimos únicamente en la forma como se ha de realizar esa etapa histórica. Ahora bien, le pregunto: ¿en cuánto tiempo piensan ustedes realizar la ‘revolución’ sin que ello implique un derramamiento de sangre?...
–¿Esa pregunta me la hace usted como cristiano, o como dirigente político?... Si es como lo primero, le digo que en cuanto tal, más siendo sacer­dote, eso no me incumbe sino en sentido negativo. Si ese derrama­miento de sangre implica odio de cualquier clase que sea, nunca lo podremos realizar. Si es como dirigente político, creo que no lo soy ni lo debo ser y por lo tanto no puedo responderle. Sin embargo, yo creo que un dirigente político cristiano no puede rehuir esa respuesta. Con todo, no la podría contestar sino teniendo en cuenta circunstancias históricas muy deter­minadas”, le contestó Camilo a Piedra­hita.
Rafael Maldonado Piedrahita y Camilo Torres se conocieron en la casa de Isabel Restrepo Gaviria. “Te presento a mi ateo de cabecera”, le dijo Isabel a su hijo.
Al principio, el joven escritor se mofó del curita colombiano que estaba de vacaciones de sus estudios en el exterior. Pero con el correr de las ­res­puestas, la sorpresa fue in crescendo. Aquel muchacho de sotana admitía que Colombia era un país dominado por el afán capitalista de los Estados Unidos y que la Iglesia debía dejar de lado muchas de sus rígidas estructuras y formalismos para enfrentar la realidad social que vivía el país. Admitía que el catolicismo debía agradecerle esta nueva in­quietud al Manifiesto socialista de Carl Marx.
Tras consagrarse como sacerdote, Camilo Torres había decidido estudiar Sociología en la Universidad de Lovaina (Bélgica). Aquel era un fortín de la Democracia Cristiana y sede de la Confederación Internacional de Sindicatos Cristianos, surgida tras las luchas del movimiento obrero belga. Allí estudiaban muchos jóvenes latinoamericanos de decidida vocación social, se dictaban teorías marxistas y se fomentaba a los curas a dejar sus lujosas costumbres y convivir mano a mano con el pueblo. Bajo estas in­fluencias, Camilo decide vender su auto y pasar las vacaciones trabajando con los mineros de Marchin o con los sin techo de París en los equipos del famoso Abate Pierre. Funda el Equipo Colombiano de Investigación Socioeco­nómica y es nombrado vicerrector del Colegio Latinoamericano, un instituto donde se preparaban sacerdotes europeos para misiones en América Latina. Su actividad es intensa, viajando por todo el viejo continente o conviviendo con refugiados del Frente Nacional de Liberación de Argelia o consejeros obreros del comunismo independiente de Belgrado. Su acti­vismo es frenético y no cesa en su visita a Bogotá en junio de 1956. Su carisma y sus palabras causan sensación por donde pasa, y su figura comienza a propagarse por diferentes círculos. Incluso colabora en el libro Conver­saciones con un cura colom­biano, que Maldonado publica al año siguiente de aquellos encuentros.
En marzo de 1959, recién vuelto de Europa tras unos meses de estudios en la Facultad de Sociología de la Universidad de Minessota, Camilo es designado capellán de la Universidad Nacional de Bogotá. La reciente Revolución cubana ha causado con­moción entre los estudiantes y el despacho de aquel simpático curita con ideas socialistas pronto se transforma en un lugar de encuentro.
Camilo comienza a dar clases en el Departamento de Sociología de la Universidad de Ciencias Económicas y luego, junto con Orlando Fals Borda, funda la Facultad de Sociología. También, con la misión de acercar a los estudiantes la realidad social colombiana, crea el Movimiento Universitario de Promoción Comunal, con el que realizan investigaciones, cursos de formación y programas de acción comunitaria en las zonas periféricas de Bogotá. Ingresa a la Escuela Superior de Administración Pública (ESAP) y al Comité Técnico del Instituto Colombiano de Reforma Agraria (INCORA). En todas y cada una de sus numerosas actividades chocará con la lentitud y el desinterés de la burocracia estatal, amén del prejuicio conservador de su Iglesia. En cambio, en su afán de soluciones para las problemáticas sociales colombia­nas, comenzará a trabar amistad con estudiantes y líderes sociales ligados al comunismo.
Cuando una de sus alumnas, María Arango, militante de la Juventud Comunista, lo invita a un congreso organizado por el Partido en Moscú, Camilo le contesta con cierta ironía: “Gracias, pero el día que yo me meta en política, cuelgo la sotana y agarro el fusil”.
Un par de años después, una mani­festación de estudiantes apedrea las instalaciones del diario El Tiempo y del Palacio Arzobispal. Tras los incidentes, el rector de la Universidad decide ex­pulsar sin investigación previa a diez alumnos, entre ellos, a María Arango. Camilo interviene a favor de los ex­pulsados y, por pedido de los alumnos, celebra una misa en honor a los uni­versitarios caídos por la re­pre­sión estatal. “Aun­que algunos estu­diantes sacrificados no hubieran sido católicos, si habían vivido y habían muerto de buena fe en sus creencias, podrían haberse salvado”, opina el capellán en su sermón. El diario El Tiempo aprovecha para publicar que el cura Torres ha dicho que “los comunistas van al cielo”.

Su figura es hace rato un rumor inevitable para la prensa. Activo, carismático, buen mozo, hijo de buena familia y empedernido tomador de whisky en reuniones de alta sociedad, profesional, activista social, funcio­nario público, amigo de pobres, ateos y comunistas, cuestionador de las jerarquías y las formas; su andar dentro de la institución eclesiástica es lo más parecido al de un elefante en un bazar.
Aquellos incidentes son la excusa perfecta. Por orden del cardenal Luis Concha, Camilo Torres debe renunciar a todas sus actividades en la Universidad Nacional y trasladarse a la iglesia de Veracruz, una parroquia de la clase alta de Bogotá.
A pesar de ello, sus actividades políticas no cesan y cubren todo el país,  entre las que está la convivencia con campesinos desplazados de la costa atlántica y el departamento de Tolima (donde luego nacerían las Repúblicas Independientes). A sus puertas llegan pedidos de formación tan extraños y disímiles como el de entrenar militares a la órdenes del coronel Álvaro Valen­cia Tovar (famoso por su participación en la Guerra de Corea y la represión de la guerrilla en los Llanos Orientales) o campesinos de esa misma zona, por pedido de Eduardo Franco (precisa­mente uno de los ex-líderes de la guerrilla). En todos los ofrecimientos, Camilo ve oportuni­dades de relacio­narse con el pueblo colombiano. Mien­tras, crece su figura como confesor y maestro de ceremonias en bautismos de las élites bogotanas, realiza viajes por el continente en reuniones con sus ex-compañeros de Lovaina y va desarrollando diferentes tratados sociológicos. En uno de 1963, “La Violencia y los cambios socioculturales en las áreas rurales colombianas”, valora la posibilidad que los grupos guerrilleros creados en esa época habían dado al campesinado de legitimizarse y adquirir conocimientos y autonomía, independizándose de la férrea estructura social colombiana. Entre otras cosas, esboza que ningún cambio real se producirá en Colombia sin recurrir a medios violentos.
“Lo que distinguía a Camilo era precisamente ese afán de acercarse a los trabajadores. Como intelectual no era nada erudito; incompletos queda­ban sus análisis, sus artículos y pronunciamientos casi siempre torpes, a veces hasta inexactos en algún detalle. Pero eso sí, duros y desafiantes. Sus adversarios se defendían como podían. Los marxólogos se burlaban de él y los tecnócratas del gobierno lo miraban con una sonrisa indulgente; los obispos, en cambio, lo censuraban y los politiqueros bufaban de rabia. Y todos, unánimemente, empezaban a cerrarle la puerta. Al mismo tiempo, otras puertas se le iban abriendo. Eran puertas hechas de lata o de tablas viejas o de láminas de cartón, que daban entrada a chozas de obreros y campesinos donde Camilo era siempre bienvenido”, es la descripción que el biógrafo Joe Broderick hace del cura Torres en aquellas épocas.

“Los progresistas somos muy inteli­gentes. Hablamos muy bien. Tenemos popularidad.
Cuando estamos juntos somos real­mente simpáticos. Pero la reacción mue­ve uno de sus poderosos dedos, ¡y nos paraliza! No podemos seguir así, sin organización y sin armas iguales”, le escribe Camilo Torres a un amigo en junio de 1964.
Con treinta millones de dólares y dieciséis soldados montados sobre helicópteros, con la ayuda de los Estados Unidos y sus más modernas técnicas de combate (el napalm y la guerra bacteriológica), el gobierno colombiano pone fin a las Repúblicas Independientes del Tolima, un intento de los campesinos desplazados de construir en lo alto de las montañas un mundo diferente, con cultivos autosustentables, gobiernos y ejércitos propios.
Ante el anuncio de la operación por parte del gobierno, Camilo –que conoce y ha convivido con esos campesinos–, junto a los curas Gustavo Pérez y Germán Guzmán, el sociólogo Orlando Fals Borda, el abogado Eduardo Umaña Luna, y el político izquierdista, Garavito Muñoz, decide conformar una misión de paz. El gobierno los desautoriza y la curia les niega el permiso. De todo se enteran por El Tiempo.
Camilo esta vez no se quedará afuera de la información veraz. Las noticias no le llegarán a través de los dichos de la curia o los diarios oficiales, sino a través de sus contactos con el Partido Co­munista en Tolima.
Tras el bombardeo, los sobrevivientes de la masacre de Marquetalia crean el Bloque Guerrillero del Sur. Así nacen las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).
Ese mismo mes, Camilo presentará el estudio “La desintegración social en Colombia: se están gestando dos subculturas”. Allí afirma: “es posible que en Colombia se estén gestando dos subculturas, cada vez más disímiles, independientes y antagónicas. La de reforma urbana con solo una casa para todo ciudadano; nacionalización de bancos, hospitales, compañías de se­guros, transporte público, radio y televisión; y la explotación de todos los recursos naturales por el Estado”. Afir­ma, entre otras cosas: “la defensa de la soberanía nacional estará a cargo de todo el pueblo” o “la mujer par­ti­cipará, en pie de igualdad con el hombre, en las actividades económicas, políticas y sociales del país”.
Mientras crecen sus confrontaciones con el Estado y la Iglesia, su imagen popular empieza a quebrar todos los cauces. Después de muchos intentos y deliberaciones, acorralado por las presiones de la curia, Camilo final­mente decide renunciar a la Iglesia y abocarse a la política: “Descubrí el cristianismo como una vida centrada totalmente en el amor al prójimo; me di cuenta de que valía la pena com­prometerse en este amor, en esta vida, por lo que escogí el sacerdocio para convertirme en un servidor de la humanidad. Fue después de esto cuan­do comprendí que en Colombia no se podía realizar este amor simplemente por la beneficencia sino que urgía un cambio de estructuras políticas, econó­micas y sociales que exigían una revolución a la cual dicho amor estaba íntimamente ligado”, afirma.
“¿A qué llama usted revolución?”, le pregunta el periodista francés Jean-Pierre Sergent.
“A un cambio fundamental de las estructuras económicas, sociales y políticas. Considero esencial la toma del poder por la clase popular, ya que a partir de ella vienen las realizaciones revolucionarias (…) Mi convicción es la de que el pueblo tiene suficiente justificación para una vía violenta”, responde a la vez que enumera parte de sus propuestas: reforma agraria y urbana, planificación integral de la economía, establecimiento de relacio­nes internacionales con todos los países del mundo, nacionalización de todas las fuentes de producción, de la banca, los transportes, los hospitales y los servicios de salud…
“Mientras no seamos capaces de abandonar nuestro sistema de vida burgués, no podremos ser revolucio­narios. El inconformismo cuesta, y cuesta caro. Cuesta descenso en el nivel de vida, cuesta destituciones de los empleos, cambiar y descender de ocupación, cambiar de barrio y de vestido. Puede ser que implique el paso a una actividad puramente manual. El arquitecto inconformista, por ejemplo, debe estar dispuesto a trabajar como albañil, si ese es el precio que le exige la estructura vigente para subsistir sin traicionarse. El inconformismo puede implicar el paso de la ciudad al campo, o al monte...”, clama ante los estu­diantes de la Universidad Nacional.
En cinco meses, su Frente Unido traspasa las fronteras de la popula­ridad por encima de cualquier estruc­tura partidaria, incluso hasta los toques de queda y la represión del Ejército. Su plataforma electoral clama por la abstención y sus famosos mensajes a los cristianos, los comu­nistas, los militares, los no alineados, los sindicalistas, los estudiantes, los campesinos, las mujeres, la oligarquía y los presos políticos, llaman a la “revolución” más allá de las estruc­turas de poder. Sin embargo, su carrera política no parece tener bases suficientes. Más allá de la popu­laridad, Camilo encuentra la misma rigidez y burocracia de la Iglesia y del Estado en los partidos políticos que lo apoyan. El Partido Comunista y la Democracia Cristiana, a pesar del fervor popular en torno al cura revolucionario, no cesan de en­frentarse por nimiedades entre ellos y aun en el interior de sus for­maciones. La carrera política de Camilo se sostiene alrededor de un par de buenos amigos, los líderes estudiantiles Jaime Arenas y Manuel Vásquez, y Guitemie Olivier, vieja amiga de los tiempos de trabajo social junto a los refugiados del Frente Nacional de Liberación de Argelia. Mientras tanto, comienza a recibir intentos de sobornos, y luego ame­nazas de parte del gobierno.

Cuando en 2008, después del controvertido ataque del Ejército colombiano al campamento de las FARC en Ecuador, la prensa anunció la muerte de Raúl Reyes, pocos su­pieron que aquel dirigente de la más antigua guerrilla viviente de Latino­américa había comenzado sus intentos revolucionarios como sindi­calista de la alimentación y militante del PC. Raúl Reyes no eligió entre política y guerra. Amenazado de muerte, tomó las armas para salvar su vida. El sindicato al cual pertenecía, Sinaltrainal, ha recorrido el mundo denunciando el uso de fuerzas paramilitares por parte de multinacionales como Nestlé o Coca Cola para el amedrentamiento de sindicalistas, con más de veinte compañeros asesinados en lo que va de su existencia. El mismo año de la muerte de Reyes, el Tribunal Perma­nen­te de los Pueblos, convocado por Sinaltrainal, condenó al gobierno colombiano y al de los Estados Unidos, en complicidad con un buen número de empresas multinacionales y organis­mos internacionales, por el asesinato sistemático de líderes sociales en Colombia.
A la Masacre de las Bananeras, el asesinato de Jorge Leicer Gaitán, los desplazamientos y muertes de La Violencia o la Operación Marquetalia, debe sumarse, entre otros, el asesinato del candidato a presidente Luis Carlos Galán en 1989 o el exterminio durante esa década de la Unión Patriótica, el partido surgido del acuerdo de paz con la guerrilla, a quien las fuerzas para­militares asesinaron más de 4.000 dirigentes, incluyendo su principal líder, Carlos Pizarro, y dos candidatos a presidentes, 8 congresistas, 13 diputados, 70 concejales y 11 alcaldes.
El gobierno de Álvaro Uribe Vélez ha dejado un tendal de 30 millones de pobres, 9 millones de indigentes; 4,9 millones de desplazados, 250.000 desaparecidos, 3.000 falsos positivos y 600 sindicalistas asesinados desde 2002. “Falsos positivos” es el modismo con el que los colombianos denominan al arresto sin condena de campesinos, indígenas, jóvenes de los barrios marginales, intelectuales y dirigentes sociales, con la excusa de que colaboran con la guerrilla. Entre los más renom­brados, está el caso de Miguel Ángel Beltrán, sociólogo y profesor de la Universidad Nacional, deportado de México por supuestas vinculaciones con las FARC. A casi dos años de su secuestro, aun sin pruebas en su contra, el catedrático, cuyo único acto de “terrorismo” ha sido, hasta el momento, sus trabajos académicos que critican el plan de Seguridad Demo­crática de Uribe, sigue preso.
A pesar de ello, y de las fosas comunes que día a día se suman al recuento de las masacres sobre los pueblos originarios perpetuadas por los grupos paramilitares en vinculación con el gobierno Colombiano y de los Estados Unidos, son muchos los movimientos que hoy siguen abogando por una vía pacífica en Colombia.
¿Habría podido sobrevivir Camilo Torres a esta realidad? ¿Hubiera sido válida su opción política? ¿Cuál era el papel que debía desempeñar este joven de cuna de oro con vocación social?
“¿La vida de Camilo si no se hubiera metido a la guerrilla? Muy hipotética la pregunta, por supuesto. Camilo habría organizado un movimiento político de largo aliento, tal vez; un movimiento frustrado finalmente, como tantos que han aparecido en Colombia a lo largo de las últimas décadas. Incluso podría haber sido eliminado por la vía de la masacre generalizada, el genocidio, como fue el caso de la Unión Patriótica. Aquí la élite, la oligarquía colombiana, no permite que ninguna oposición real prospere. Camilo podría haber servido en el Congreso de la República, como senador o representante. En cualquier caso, su vida habría terminado en una frustración, creo yo”, opina Broderick.

Calle 80. Tres jóvenes esperan im­pacientes debajo de un árbol. Frente a ellos un auto con matrícula de San­tander mantiene el motor prendido. Un hombre se acerca caminando rápida­mente entre la lluvia, se aproxima al coche, abre la puerta y tira un maletín sobre el asiento trasero. Es la señal, Camilo abraza a Jaime y Guitemie, y les pide que por favor cuiden de su madre. Apura el paso y sube al coche. No lleva mucho, su pipa, un poco de tabaco y una pequeña edición de la Biblia. El viaje es largo y trata de dormir. No lo logra. Finalmente ha recibido la orden de unirse a la guerrilla. Desde hace meses ha estado en contacto con ellos.
“El pueblo no cree en las elecciones. El pueblo sabe que las vías legales están agotadas. El pueblo sabe que no queda sino la vía armada (...) Yo quiero decirle al pueblo que este es el momento. Que no los he traicionado. Que he recorrido las plazas de los pueblos y ciudades clamando por la unidad y la organización de la clase popular para la toma del poder. Que he pedido que nos entreguemos por estos objetivos hasta la muerte…”.
La proclama sale en El Tiempo y en todos los principales diarios del país con una foto de Camilo junto a los líderes del ELN, Fabio Vásquez Castaño y Víctor Medina Morón.
Sin su presencia, el Frente Unido se desbanda. El gobierno envía al coronel Valencia Tobar a la zona de conflicto para atraparlo. Quizás junto a él, a alguno de los soldados a los que Camilo brindaba capacitación en la selva. Su imagen ligada a la del grupo guerrillero es muy peligrosa. Su lugar en el frente de batalla, también. Sin embargo, Castaño no puede convencer al cura. No hay forma de explicarle que no es prudente que los acompañe en aquella operación. Camilo ya ha recibido el entrenamiento, ha compar­tido almuerzo y chistes con los com­pañeros, le han dicho que la única forma de conseguir su fusil es robárselo al enemigo, se niega a recibir ningún trato diferenciado. Son las reglas del grupo, esgrime. Son las reglas de la sociedad igualitaria por la que están dispuestos a dar la vida, dice. Y Castaño acepta su posición.
Aquella mañana, en el fragor de la batalla, cuando extiende su mano para tomar su fusil, Camilo Torres recibe una metralla de balas. Un par de compañeros intentan rescatarlo. Es inútil, también pierden la vida. El comando se retira. La operación ha fracasado.
En el suelo yace el cuerpo sin vida de Camilo Torres, el cura guerrillero. 


 

1 comentario:

Anónimo dijo...

Gracias por la entrada...muy buena...solo querría decir que los Falsos positivos ha sido fundamentalmente ejecuciones extrajudiciales de las fuerzas armadas del estado colombiano. y finalmente, que Miguel Angel Beltrán ya esta en libertad.

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